Cada vez son más los brasileños que cruzan el Puente de la Amistad no como turistas de compras, sino como empresarios, inversionistas o familias que buscan establecerse definitivamente en Paraguay. Llegan atraídos por un clima económico estable, bajos impuestos, energía abundante y, sobre todo, por la tranquilidad que este pequeño país ofrece frente al caos burocrático y fiscal del gigante sudamericano.
Veo con frecuencia ese flujo humano constante. Autos con matrícula brasileña, jóvenes buscando oportunidades, empresarios que se maravillan del orden con el que pueden abrir una empresa o comprar tierras. Muchos de ellos se sorprenden al descubrir que aquí los trámites son rápidos, los impuestos razonables y la economía previsible. Paraguay se ha convertido, sin exagerar, en un refugio productivo dentro del Mercosur.
Pero cada vez que observo esa corriente de nuevos “inmigrantes económicos”, no puedo evitar pensar en la historia. Hace más de 150 años, fueron los ejércitos aliados del Brasil, Argentina y Uruguay los que cruzaron estas mismas fronteras para aniquilar al Paraguay. La Guerra de la Triple Alianza dejó al país devastado, sin hombres, sin industrias, sin futuro. Fue una guerra injusta que buscó borrar del mapa a una nación que entonces crecía con independencia y autosuficiencia.
Hoy, los descendientes de aquel vencedor llegan atraídos por todo lo que Paraguay supo reconstruir con esfuerzo y dignidad. Es un giro irónico de la historia: quienes destruyeron nuestras fábricas, nuestras vías férreas y nuestras ciudades, ahora traen su capital para aprovechar el modelo económico de un país que, sin petróleo ni mar, aprendió a levantarse de sus ruinas.
No guardo rencor. Pero no puedo dejar de reflexionar sobre el valor simbólico de este renacimiento. Porque mientras el Paraguay de 1870 fue condenado a la pobreza y al olvido, el Paraguay del siglo XXI demuestra que la resiliencia puede más que la fuerza.
Y aunque muchos de esos brasileños quizás no lo sepan, cada hectárea que compran, cada empresa que instalan y cada hijo que matriculan en una escuela paraguaya forman parte de un proceso histórico que redefine las relaciones entre ambos pueblos: ya no somos el país vencido, sino el país que aprendió a sobrevivir, a atraer y a crecer.
El Paraguay, pequeño en territorio pero grande en espíritu, está renaciendo.
Y quizás, por primera vez, lo hace sin miedo de mirar al gigante que alguna vez quiso destruirlo.